Muchas veces demonizamos aquello que desconocemos o no podemos explicar. Lo envolvemos en un halo mágico y misterioso, a veces tétrico, otras místico y sublime. Pero en casi todas las ocasiones, ritos y tradiciones ancestrales sucumben ante la llegada de una nueva religión, ante otra forma de entender el mundo, que lo cambia todo, que persigue y elimina lo anterior como un acto de imposición, de triunfo, de sometimiento. Esto es en esencia lo que sucedió unos cuantos cientos de años atrás, en el montañoso norte de Navarra, en el pueblo de Zugarramurdi.
Desde tiempos inmemoriales, la tradición cultural vasca estaba ligada a la tierra
La sabiduría, rituales, remedios, hierbas curativas o costumbres de la tradición cultural vasca eran en esencia telúricas, e incluso la diosa suprema a la que adoraban, era Mari, la madre Tierra, la señora de la naturaleza. Una divinidad femenina que otorgaba en esta tradición, la responsabilidad del cuidado del hogar y de los que en ella habitan a la mujer.
Un detalle para nada baladí, al que la tradición cristiana se enfrentará con saña debido al papel secundario que se le tenía asignado a la mujer. Una mujer sabia era un peligro. Mejor estigmatizarla, acusándola de brujería, de hereje pagana, de maga negra, de adoradora del Maligno. Convertir sus remedios naturales en peligrosas pócimas, sus cánticos en oscuros conjuros, las palabras en sortilegios y sus fiestas en akelarres, en las que conjurar al Diablo, señalarlas como enemigas de la verdadera fe. Mejor tenerlas en casa con la “pata quebrada”.
La palabra euskera sorgin significaba bruja/o, aunque etimológicamente su significado sea bien distinto: sortze es nacer o crear y egin significa hacer, es decir “la que hace nacer” o sea, la partera. Mujeres y también hombres en menor medida, de edad y conocimientos avanzados, depositarios de la tradición oral milenaria que protege a la comunidad.
Con su escoba siempre a mano, mantienen limpio el hogar de espíritus malignos mientras preparan sus remedios extraídos de las plantas medicinales, haciendo gala de un profundo conocimiento de Mari, favoreciendo la fertilidad y atenuando los dolores, con remedios anticonceptivos y con ungüentos que ayudan al alumbramiento. Un personaje imprescindible en estas aisladas comunidades rurales.
La Cueva de las Brujas
En un caserón habilitado del mismo pueblo de Zugarramurdi se ha abierto el Museo de las Brujas un pequeño pero coqueto espacio en el que se hace un interesantísimo recorrido por estas cuestiones. Una visita imprescindible.
Y a pocos metros se encuentra el lugar que esta gente utilizaba para sus ceremonias, rituales y fiestas, que no podía ser otro que el hogar de Mari, las entrañas de Ama Lur, la Madre Tierra, la llamada Cueva de las Brujas, la que fue devuelta a la fama en 2013 gracias a la película de Alex de la Iglesia Las brujas de Zugarramurdi, cuya escena final se rodó in situ.
La cueva es una cavidad de grandes dimensiones, rodeada de bosques y paisajes espectaculares; en el fondo está atravesada por la Regata del Infierno, un riachuelo que, en su continua labor erosiva de millones de años, ha creado una enorme cavidad de 120 metros de largo y unos 10 o 12 de altura, abierta desigualmente por ambos lados y con un par de galerías menores paralelas a la principal.
Conocida y ocupada desde el periodo Magdaleniense según los restos arqueológicos, fue utilizada para múltiples funciones tales como la minería, refugio de contrabandistas, siendo lugar de encuentro y reunión para la gente de los alrededores.
De la convivencia a la persecución
Durante siglos, la convivencia entre esta tradición y el incipiente cristianismo fue relativamente pacífica, pero coincidiendo con los tiempos de zozobra de la Contrarreforma, allá por el siglo XVII, se inició una cruenta persecución de funestas consecuencias.
Ya no se ven estas prácticas con buenos ojos por parte de las cercanas autoridades eclesiásticas del Monasterio de Urdax y su abad Fray León, en su afán por hacer méritos y tratar de progresar en la jerarquía eclesiástica accediendo como miembro del todopoderoso tribunal de la Santa Inquisición, denuncia estas prácticas y convierte la sabiduría ancestral en herejía. Un par de testimonios manipulados aquí y allá, bastaron para iniciar un proceso judicial que sembró el caos y el miedo, en una época de epidemias, sequías, hambrunas y necesidades que acrecentó la sensación de indefensión ante el mal que les azotaba.
El poder creciente de la Iglesia, que obligó a dejar de mirar a la Madre Tierra y fijar sus ojos en el Cielo, propagó el temor. Y éste a su vez, la sospecha y el silencio. La pérdida de la confianza en el vecino que había durado generaciones, dio pie a las denuncias, fundamentadas o no. Cualquiera podía ser sospechoso porque todos conocían las costumbres y quienes las practicaban. Las rencillas acumuladas durante años de convivencia salieron a la luz.
El Proceso de Logroño
Trescientas personas de toda condición fueron apresadas y cuarenta de ellas trasladadas a Logroño para ser juzgadas en el conocido Proceso de Logroño de 1610.
Se les acusaba de negar el Cristianismo, de practicar orgías sexuales, preparar pócimas, invocar al Diablo, provocar incluso tormentas en el lejano mar… Las condenas fueron variadas: desde ser quemados vivos o en imagen si ya habías fallecido en las torturas previas, hasta la cárcel y el desposeimiento de los bienes.
El proceso de persecución a las brujas de Zugarramurdi se convirtió en el pistoletazo de salida a campañas similares en toda Europa. Miles de supuestas brujas fueron sacrificadas para reafirmar la hegemonía de la Iglesia frente a la tradición ancestral y la sabiduría basada en la Madre Tierra.
El término de bruja fue desfigurado entre otros, por los infantiles cuentos de los hermanos Grimm, siendo reducido a esa mujer taimada, fea, vieja y malvada, que vive apartada en lo profundo del bosque, que vuela de noche en su escoba, devora niños perdidos y realiza diabólicos akelarres con otras brujas de otros lugares.
Brujas así, no ha habido nunca ninguna en Zugarramurdi.